¿Cómo sabemos lo que nuestros ancestros hicieron para evitar la endogamia?

Los animales que viven en grupos pequeños obtienen numerosas ventajas de la vida en comunidad, pero se enfrentan al problema de cómo evitar la endogamia. Sin conocer su árbol familiar, los animales nacidos en grupos reducidos y que se emparejan con individuos de ese grupo se arriesgan a reproducirse con familiares cercanos.

Reproducirse con familiares cercanos entraña muchos riesgos potenciales, pero el más notable es que los genes peligrosos tienen más probabilidades de encontrar una pareja en una situación de relación endogámica. Por ejemplo, yo soy portador de un gen de la enfermedad de Tay-Sachs, que afortunadamente para mí es recesivo (lo que quiere decir que, a menos que heredes el gen de Tay-Sachs de ambos progenitores, no padecerás ninguna consecuencia). Cuando ambos progenitores portan el gen de Tay-Sachs, hay un 25 % de posibilidades de que cada uno de sus hijos tenga dos genes de Tay-Sachs y sufra la enfermedad. La mayoría de las víctimas de Tay-Sachs muestran signos de la enfermedad a los seis meses de edad, momento en el que empiezan a perder la vista y la audición, luego su capacidad para tragar y, por último, su movilidad, por lo que mueren poco después.

El gen de Tay-Sachs es raro (menos de 1 de cada 200 personas lo portan en la población general), por lo que prácticamente no hay riesgos de que los portadores como yo tengan un hijo con Tay-Sachs porque casi no hay posibilidades de que se enamoren de una pareja portadora de este mismo gen. Pero si yo tuviera hijos con miembros de mi familia, como mis hermanas y primas, las posibilidades de encontrar a una portadora del mismo gen se multiplicarían, lo que haría más probable que nuestros hijos sufrieran esta terrible enfermedad.

La forma más habitual de resolver este problema de endogamia potencial en los animales que viven en pequeños grupos es que, o bien los machos, o bien las hembras, abandonen la comunidad en la que han nacido al llegar a la adolescencia.

Al marcharse del grupo y unirse a uno nuevo, los animales reducen ostensiblemente la probabilidad de emparejarse con un familiar cercano. Es importante señalar, sin embargo, que los animales no saben por qué abandonan el grupo. Por el contrario, los animales que desarrollaban este deseo de emancipación y emigraban a un nuevo grupo tenían más probabilidades de evitar estos problemas de endogamia.

Como consecuencia, la tendencia a cambiar de grupo se extendió a toda la especie gracias al incremento del éxito reproductivo de los animales que heredaban la tendencia a marcharse al alcanzar la madurez sexual.

Los chimpancés resuelven este problema permitiendo que las hembras encuentren nuevos grupos cuando llegan a la madurez. En cambio, los humanos cazadores-recolectores son más flexibles y variados en sus soluciones. Los investigadores se han preguntado si nuestros remotos ancestros eran similares a los chimpancés en este aspecto o más parecidos a nosotros. Pero ¿cómo recabar este tipo de información cuando todo lo que tenemos son fragmentos dispersos de fósiles, sin ninguna realidad que haya sobrevivido para contarnos cómo vivían nuestros ancestros?

Los científicos han solucionado este enigma midiendo los niveles de estroncio en los dientes de nuestros ancestros. El estroncio es un metal que el cuerpo absorbe de un modo similar al calcio, de ahí que se encuentre fundamentalmente en nuestros huesos y dientes. Hay cuatro tipos diferentes de estroncio, y la proporción de estos tipos varía en función de la geología local. Algunas zonas abundan en una variedad de estroncio, son relativamente abundantes en otra y muy escasas en la tercera; y otras zonas presentan un patrón diferente.

Como el estroncio se incorpora a los dientes durante el crecimiento y el desarrollo, las dentaduras antiguas se pueden analizar para descubrir la proporción de los diferentes tipos de este mineral. Si la proporción de estroncio descubierta en una dentadura antigua se ajusta al nivel descubierto en el lecho de roca local, el poseedor de esos dientes vivió casi con toda seguridad en la región donde fueron encontrados sus huesos. Por el contrario, si la proporción difiere del sustrato geológico local, probablemente el poseedor de esa dentadura emigró a esa zona después de la infancia.

Cuando Sandi Copeland y sus colegas, del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva, analizaron la proporción de estroncio en los dientes de varios Australopithecus africanus (nuestros ancestros de hace unos pocos millones de años; a los que el autor de El salto social dedica los capítulos 1 y 2), descubrieron que los dientes más grandes se adecuaban a la geología local, pero no los más pequeños.

Como los machos suelen ser más grandes que las hembras, y por lo tanto tienen dientes más prominentes, estos datos sugieren que los Australopitecines hembras probablemente abandonaban los grupos en los que habían nacido y así evitaban la endogamia, como los chimpancés.

Como podemos deducir a partir de estas tres líneas de investigación, los científicos usan una gran variedad de recursos para estudiar nuestro pasado. A veces, los datos nos aportan una gran confianza en nuestras conclusiones, como cuando descubrimos que las abuelas que viven en el mismo pueblo se asocian a una reducida mortalidad infantil. Otras veces, los datos nos proporcionan conjeturas verosímiles, como cuando inferimos que los dientes más pequeños son femeninos y, por lo tanto, que las hembras probablemente abandonaban los grupos en que habían nacido al llegar a la madurez. En otras ocasiones, los datos solo nos ofrecen una restricción a nuestra teoría, como cuando la aparición de los piojos del cuerpo nos ofrece la fecha más tardía en la que inventamos la vestimenta, pero no aportan una prueba inequívoca respecto a la fecha más temprana; tal vez los piojos se tomaron su tiempo a la hora de adaptarse a las recién descubiertas oportunidades que ofrecía la vestimenta humana.

En este sentido es importante recordar que cualquier estudio individual no es más que una pequeña pieza del puzle; es la combinación de miles de estudios la que nos proporciona la imagen global. Cuando todos los estudios apuntan en la misma dirección, podemos estar bastante seguros de que sabemos qué está pasando. Cuando se contradicen unos a otros, o presentan múltiples interpretaciones, tenemos más trabajo por delante. No resulta sorprendente que al remontarnos más atrás en el tiempo las evidencias sean más tenues y ambiguas, y que tengamos que apoyarnos, cada vez más, en conjeturas. Sea como fuere, he intentado relatar nuestra historia sin las infinitas advertencias que hacen de la escritura académica algo tedioso y difícil de leer. Así que ruego al lector que tenga presente que este libro representa mi mejor esfuerzo para explicar quiénes somos y cómo hemos llegado hasta aquí, basándome en los datos incompletos, complejos y a veces contradictorios que están a nuestra disposición.

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